Caer en el juego

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Coliseo Lleno.
Estómago vacío.
Gente gritando.
Yo, sin habla.
Final de Adecore Básket Mayores.
Era mi primera oportunidad para jugar de titular luego que todos los monstruos dejaran la selección y también el colegio.
Quedábamos los suplentes que antes calentábamos la banca y que hoy teníamos la oportunidad-por descarte- de ocupar los puestos dejados por los que durante toda la secundaria ocuparan el indiscutible titularato de unas de las mejores selecciones de básket  que tuviera el María Reina.
Tú, marcas al siete, tú, al nueve, tú, al tres, tú al dos, y tú MacLean (gritándome) al cinco!
Así comenzó el primer cuarto del partido dirigido por el temible padre  Heil.
El entrenador eterno de básket del colegio que con su terrible e imponente castellano mal hablado ordenaba al equipo de turno.
Cada jugador buscó y encontró el número de camiseta a quien debía marcar.
Los contrincantes eran los basquetbolistas del San Luis.
Un colegio que becaba a los mejores, obviamente por su condición física y su desempeño.
Mientas yo, seguía buscando mi número cinco.
Hasta que me encuentro con un edificio de incontables pisos.
Cinco marcaba la camiseta de mi enorme adversario. Casi un Globetrotter de Harlem o de chincha al parecer.
-¿Seguro que yo marco el Cinco?
Sí MacLean!!!
-¿Estas seguro que quieres que marque al cinco? Hay otros más altos que yo!
Sugerí con veintitantos centímetros menos de aceptable inferioridad.
-¿Acaso tienes miedo? Me preguntó con cierta cacha entre sus  cejas.
-No, respondí obligado y amparado por mi orgullo.
Y así comenzó el partido y mi historia.
Era el más grande de todos. Realmente grande, pero nunca más que mi orgullo.
Me puse delante de él, abrí los brazos con fuerza para marcarlo y fuá!
Sentí la mano más grande dentro de mi ser, de mi uniforme, de mi short, de mi intimidad.
El hijo de puta me metió la mano hasta el fondo.
Hasta el fondo de mi orgullo. Sí, hasta el fondo.
Así me recibió este experimentado basquetbolista que sabía cómo anular a cualquier jugador que intentara marcarlo.
Y realmente me cagó. Me anuló por completo.
No pude jugar nada pensando en el maldito acosador y cuándo volvería a caer en sus manos.
Solo me quedaba la venganza.
Al final del partido, busqué en la barra de mi equipo al más mechador de la promoción-al gordo García- y le pedí que me acompañara a la salida del coliseo para salvar mi honor.
Acompáñame mi brother que voy a mechar a este huevón.
-Quédate conmigoSi me pega mucho, me separas. Pero déjame mechar a este maldito, que al menos un combo le voy a meter.
Es así como el grandote , luego de jugar un gran partido, dirige su mirada mala y amenazante hacia mí, se acerca, y mientras yo pensaba cómo enfrentarlo,  increíblemente estrecha mi mano con una gran sonrisa y luego me da una palmada en el hombro diciendo:
-Buen Partido compadre.
¿Buen partido compadre? Me sacó de cuadro, y también demostró que así es el juego.
Que en la cancha todo vale, que siempre hay gente que escupe, pellizca, muerde o te mete la mano, que las provocaciones siempren han existido y van a existir y que si caemos en el juego de nuestro adversario, seguro vamos a perder.
Como Cavani, como Zambrano, como yo. Salvando las enormes distancias. Tan enormes como el negrote que me toco marcar.


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